8 de junio 2024
“Ya sabe mamá, si en algún momento la Policía me viene a buscar a la casa, usted diga que desde hace años no vivo aquí…”, le repetía insistentemente a mi madre cada vez que iba o regresaba de alguna cobertura periodística para el diario La Prensa, para el cual laboraba.
En Nicaragua, el periodismo es perseguido, censurado y criminalizado por el régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo desde 2018. Para 2022, varios periodistas estaban en la cárcel por ejercer su profesión, muchos habíamos sido agredidos por la Policía y simpatizantes del régimen, y tres medios independientes, La Prensa, CONFIDENCIAL y 100% Noticias, habían sido cerrados y confiscados, y decenas de colegas habían salido al exilio para evitar la cárcel.
Esas palabras, llenas de un mal presagio, se las decía a mi madre casi en modo “automático”, preparándome para lo peor, pero también esperando lo mejor: a pesar del contexto, nunca creí que la crueldad de la dictadura también me alcanzaría.
Cuando me inicié en el periodismo, allá por 2015, era un entusiasta de la profesión. Me gustaba reportar desde las calles, entrevistar a la ciudadanía y llevar la noticia “caliente” al público. Era feliz haciendo mi trabajo. Pero el bajo salario me obligó a cambiar de oficio, para ganar más dinero en un negocio personal.
La brutal represión del régimen Ortega-Murillo, a partir de 2018, revivió en mí la necesidad de informar lo que sucedía en Nicaragua. Quería ser parte de la generación de periodistas que documentara la nueva insurrección que se gestaba en el país y en 2019 tuve una oportunidad para volver al periodismo. Mi amigo y colega, Álvaro Navarro, me abrió las puertas en su medio digital Artículo 66, donde retomé la cobertura noticiosa del país.
Mi compromiso con el periodismo era mostrar lo que pasaba en aquella Nicaragua convulsa. Poco a poco, la violencia que cubría se fue acercando más a mí: tras cubrir una protesta civil, fui agredido físicamente por agentes de la Policía, en otra ocasión perseguido, cercado y amenazado de cárcel. No paraba de repetirle a mi madre aquellas palabras de mal presagio.
Escribí muchas noticias sobre colegas anunciando su exilio, relatos de periodistas desde la clandestinidad, todos obligados a escapar de las garras del régimen. “Qué duro debe ser tener que dejar a la familia”, pensaba, pero, a la vez, me sentía distante de esa realidad.
Puede parecer ingenuo que no me sintiese en la mira de la dictadura, pues no solo era periodista, ya me habían agredido en varias ocasiones mientras hacía mi trabajo y, además, estoy casado con Lidia López, también periodista y compañera de trabajo en La Prensa, donde éramos parte del mismo equipo. Nunca pensé que me tocaría a mí, a nosotros, hasta la noche del seis de julio de 2022, que aquel presagio se cumplió.
“Lidia, ¿no ha llegado la Policía a tu casa? Dicen que se llevaron preso al conductor que te acompañó hoy en la cobertura de la expulsión del país de las monjitas… esta noche no duerman en su casa …”. La voz de advertencia a mi esposa, era la de una de las editoras de La Prensa.
Ese día, a mi esposa le había tocado hacer una transmisión en vivo de la expulsión del país de un grupo de Misioneras de la Caridad, la orden de la Madre Teresa de Calcuta, en medio de una fuerte represión del régimen contra organizaciones de sociedad civil y religiosas.
En segundos, mi mente repasó todas aquellas historias de colegas exiliados, que habían salido para evitar la cárcel, tras haber sido citados en masa un año antes por la Fiscalía para intimidarles y acusarles de falsos delitos.
La ansiedad, el miedo y la adrenalina comenzaron a apoderarse de mí. “Nos vamos”, le dije a mi esposa. Esa noche tuvimos que huir sin ser culpables de nada. En el comedor quedaron nuestros platos con gallo pinto caliente y un par de enchiladas, la última cena en casa que no compartimos.
Media hora después de haber salido de casa y dar vueltas sin rumbo en el vehículo, Lidia y yo nos detuvimos en una gasolinera para planear dónde pasar la noche. El celular sonó de nuevo. Era mi cuñada, quien entre sollozos decía que la Policía estaba en la casa. Patrullas de policías, motocicletas y antimotines rodearon el perímetro de la vivienda. Un despliegue excesivo, como si persiguieran a peligrosos delincuentes. “¡Dale, decile que se venga ya, si no te echamos presa a vos!”, logré escuchar a través del teléfono que le gritaba uno de los oficiales a mi cuñada.
Arranqué y salí desesperado de la gasolinera, sin saber qué hacer ni adónde ir. Deseaba que fuera una pesadilla, despertar. Estaba en shock. Lidia intentaba tranquilizarme mientras trataba de asimilar la noticia. Llamé a mi madre para contarle. Rompí a llorar. Esa larga noche terminó en casa de una familia que atendió nuestro llamado de auxilio.
Al día siguiente, dos oficiales de la Policía llegaron a buscarme a la casa de mi mamá. Ella les repitió: “Hace años que no vive aquí”. Cumplió. Lidia y yo permanecimos en la casa de seguridad. Fueron cinco días resguardados que se sintieron como una eternidad. No dormíamos, no comíamos y solo queríamos pasar encerrados en la habitación. Era tanta la paranoia que el menor ruido lo asociábamos con la llegada de la Policía.
La Policía, mientras tanto, allanaba las viviendas de nuestras madres, interrogaba a nuestros cercanos y mantenía vigilancia, día y noche, en los domicilios, intimidando a nuestras familias. Esos allanamientos ilegales y hostigamientos fueron parte de una redada policial que alcanzó a más colegas del diario, que trabajábamos desde la clandestinidad después de la ocupación y confiscación de las instalaciones del periódico en agosto de 2021.
Aunque estaba consciente de que las garras del régimen nos habían alcanzado, aún no terminaba de procesar la magnitud de la situación. Hasta que una colega hizo que aterrizara: “Geovanny, Lidia, ¿están claros de que ustedes ya no pueden regresar a su casa? Si quieren, gestionamos ya su salida del país…”. Sentí un baldazo de agua fría. “Ni modo, no tenemos otra opción”, respondí impotente.
En la mochila metí un par de pantalones y camisas que amablemente me había regalado la familia que nos brindó resguardo en su hogar. Metí también las dos computadoras del trabajo. Uno huye sin nada, o llevándose lo mínimo, lo básico, lo que siente que necesita para plantar los pies en otro lado. Para nosotros esas máquinas lo eran.
A la madrugada siguiente, mi esposa y yo estábamos cruzando por puntos ciegos la frontera sur de Nicaragua. “Respiro libertad”, le dije a Lidia, con mi voz entrecortada, cuando miré la bandera tricolor y el rótulo que decía: “Bienvenido a Costa Rica”.
A diferencia de miles de migrantes que han decidido salir del país para mejorar sus condiciones de vida y la de los suyos, yo no tuve una fiesta de despedida con los amigos, que, aunque queden tristes por tu decisión de emigrar, se alegran porque vas tras tus sueños. No pude ver desde la ventana de un autobús el “adiós” de la familia que llega a dejarte a la terminal. No tuve la oportunidad de darle un abrazo de despedida a mi madre.
Desearía contar que, después de dos años, sigo haciendo periodismo, que continúo escribiendo la historia de mi país que aún sufre represión y abusos por parte de dos personas ebrias de poder, pero no es así. Estoy a más de tres mil kilómetros de casa, en Estados Unidos, en una segunda migración, en otro proceso de exilio, buscando asilo político.
Un día escribí para el periódico más importante y antiguo de Nicaragua, y aquí he doblado sábanas en un hotel, conduje para una compañía de jardinería y actualmente trabajo en un reconocido concesionario de automóviles. Si bien estas tareas no representan mi ideal profesional, especialmente después de haber dedicado mi vida al periodismo, cada una de ellas ha sido una oportunidad invaluable de aprendizaje y crecimiento. La necesidad de reinventarme me ha permitido descubrir habilidades que ni siquiera sabía que poseía, y eso me llena de orgullo y satisfacción.
Somos cientos los que, huyendo del acoso, las injusticias y la ira del régimen en Nicaragua, hemos dejado hogares, amigos, abrazos de madre colgados para cuando regresemos, cuando la justicia divina o la terrenal pongan fin al opresor. Porque ninguna dictadura es eterna, así que, más temprano que tarde, Nicaragua recuperará la democracia y volveremos sus hijos a casa, celebraremos con los amigos, abrazaremos a nuestras madres, nos sentaremos en la mesa a compartir un plato de gallo pinto caliente…